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LA PREHISTORIA DE NUESTRAS HOGUERAS

Ya lo dijimos en anteriores ocasiones, el rito iniciático en el arte de la piromanía sanjuanera lo traspasamos, a muy temprana edad, en aquella hoguera que quemaban, durante los años finales de la década de los 50 y principios de los 60, la chiquillería de la Avda. de Rubine, Avda. de Buenos Aires, Comandante Barja, etc., en la explanada existente delante de la Casa de Baños “La Salud”, propiedad de la familia Dorrego, que daba inicio al entonces llamado Andén de Riazor.

Allí, de la mano de nuestros padres, acudimos alborozados, algunas de aquellas noches de San Juan, a ver como se quemaba una hoguera con pocas pretensiones pero que cumplía perfectamente con el rito del fuego purificador del alto junio.

Fue precisamente allí, entre aquellos chiquillos que organizaban la hoguera, donde aprendimos el verdadero significado de la mágica noche de los grandes aconteceres, rodeados de la mística especial que nos producían las escasas noches del año en que podíamos salir a la calle más allá de la puesta del sol.

Tal vez por todo ello, aquella hoguera se convirtió en un referente a la hora de descubrir todo lo mágico que en sí misma encierra la noche de San Juan.

Sin embargo, la noche del 23 de junio era, por decirlo así, simplemente la apoteosis final; la fecha que ponía fin a todo un ciclo que se extendía a lo largo de una buena parte de las jornadas del sexto mes del año.

Creo recordar que, por aquellas fechas, las clases concluían en los primeros días de junio; incluso antes para los que cursaban estudios de bachillerato, que no era nuestro caso, en el Instituto. Fuera como fuese, concluidas las clases comenzaba el trabajo de acopio de madera y trastos viejos para quemar la noche de San Juan.

El singular arte, en peligrosas razias, para sustraer madera en las obras en construcción, lo ejecutaban los mayores, ya mozalbetes que vestían pantalón largo y fantaseaban con sus primeros idilios juveniles; el resto, la chiquillería, nos ocupábamos en recorrer las casas de la vecindad rogándoles que nos permitiesen vaciar sus trasteros de todo aquello inservible que pudiese ser quemado en holocausto al fuego sanjuanero.

Uno y otro elemento combustible se iba almacenando en el interior del corralón habido entre los números 13 A y 15 A de la Avenida de Rubine, donde quedaba al cuidado de algunos de los jóvenes de aquella pandilla que vivían, precisamente, en los edificios que asomaban al corralón citado, evitando así cualquier sorpresivo “golpe de mano” que pudiesen dar los organizadores de alguna hoguera vecina, ávidos de obtener un buen botín.

En aquellos días previos, en aquellos largos atardeceres de junio, mientras contemplábamos el lento discurrir del viejo tranvía nº 3, se dieron infinidad de anécdotas, unas muy simpáticas y otras que lo eran menos. De todas ellas, recuerdo perfectamente una que nos causó especial sorpresa e indignación.

En la Avda. de Rubine tenía abierto su taller de carpintería D. Juan, “el abuelito” como le conocíamos cariñosamente, quien nos suministraba serrín y recortes de madera destinados a nuestra hoguera. Pues bien, uno de aquellos años, llenamos varias cajas de cartón con aquellos elementos combustibles, en la seguridad que servirían muy bien como elemento iniciador del fuego llegada la noche de San Juan.

Amontonamos, ufanos, satisfechos de nuestra aportación, las cajas en el corralón, uno de los días previos al 23 de junio y allí quedaron a buen recaudo aguardando, con impaciencia, la llegada del gran día.

Tal vez fuese el 22 o la mañana del 23 de junio cuando al comprobar el material combustible que teníamos alistado, verificamos el contenido de las cajas, observando con sorpresa e indignación, como queda dicho, que lo que antes había sido serrín y madera se había convertido, por arte de “birli birloque”, en restos de basura, medias de mujer rotas, polvo procedente de barrer una casa, etc.

¿Qué había sucedido realmente?, nos preguntamos. Pronto comenzaron las pesquisas hasta que finalmente el misterio quedó desentrañado. Una mujer que vivía en uno de los inmuebles que asomaban al corralón, de forma subrepticia, había sustituido la madera y el serrín, para alimentar su cocina bilbaína, por todo aquel cúmulo de basura.

Curiosamente, se trataba de una extraña mujer que, en toda la calle, tenía fama de meiga mala, hasta el punto de que la chiquillería, y los no tan chiquillos, formaban la figura de la “figa” con sus dedos al cruzarse con ella.

Por supuesto que de nada sirvieron protestas ni reclamaciones y al final hubo que contentarse con echar al fuego aquel montón de polvo y ropa vieja.

De una u otra forma, todos aguardábamos con los nervios propios de primerizos la llegada de la jornada del 23 en que, desde la mañana, comenzábamos a plantar nuestra hoguera. Todos participábamos en el trajín que suponía trasladar la madera y los cachivaches que habíamos ido amontonando desde el corralón hasta la explanada próxima al andén de Riazor. Una vez allí, siguiendo las pautas marcadas por los mayores, íbamos armando la pira hasta su conclusión.

Luego, los turnos de vela, la guardia ante la hoguera para evitar que alguien nos echase al traste el trabajo de casi un mes y así, hasta la llegada de la noche, en que sabíamos que estallaría la gran noche de San Juan.

Recuerdo que alguno de aquellos años, en la misma explanada se instalaba una churrería portátil para atender a los bañistas que acudían a solazarse al arenal de Riazor durante los meses estivales. Aquel hecho otorgaba a nuestra particular noche de hogueras un valor añadido ya que servía para que nuestros padres nos comprasen bolsas de patatas chip o algún refresco para hacer más llevadera la espera hasta la llegada de la tan esperada medianoche.

Al estallar la noche de San Juan, a las doce en punto como marca la tradición, alguno de los mayores, rodeando el momento de una liturgia especial, consumaba el rito del fuego purificador y las llamas comenzaban a hacer su inexorable trabajo, consumiendo todo lo que habíamos ido amontonando durante días de trabajo.

Luego, cuando las llamas aminoraban su intensidad destructora, alrededor del fuego formábamos el corro para entonar, al unísono, alguna de aquellas canciones sanjuaneras que habíamos aprendido de boca de nuestras madres; la del marinero que no encontró mejor momento que la noche de San Juan para caerse al mar o la del trébole que hablaba de un cura que decía aquello de “dengue, dengue, dengue…”

Como epílogo, iniciábamos el salto ritual en número impar de veces sobre los rescoldos de la pira, recitando alguno de aquellos extraños conjuros aprendidos de nuestras abuelas, con el fin de que la hoguera de San Juan ahuyentase todo mal y alejase a las meigas malas como la que nos dio al cambiazo de la madera.

Fueron noches de San Juan inolvidables donde forjamos recio nuestro espíritu sanjuanero que no nos ha abandonado desde aquel entonces.

Al concluir la hoguera de 1961 nos dijeron que sería la última ya que unos meses después comenzarían las obras de la mole que se alza al final de la avenida de Rubine y que ocupó una parte de la explanada de la Casa de baños. No puedo negar que se nos encogió el corazón pues sabíamos que aquello era algo así como el final de la historia; una historia que habíamos hecho nuestra tan solo durante dos años pero que nos había enganchado para siempre.

El final de aquella hoguera trajo como consecuencia que al año siguiente, 1962, los chiquillos de Fernando Macías quemásemos nuestra primera Hoguera que marcó el inicio de la recuperación de la fiesta de San Juan en La Coruña; por todo ello, la lumerada de los chiquillos de la Avda. de Rubine bien puede considerarse la prehistoria de nuestras HOGUERAS.

Eugenio Fernández Barallobre.

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