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Aquellas primeras reuniones

Cada vez que nace un proyecto siempre va ligado a un lugar concreto donde, conversación tras conversación, se van fraguando sus pautas, las líneas maestras de lo que, a la postre, termina siendo el resultado final. Es como un conjunto de imágenes, de olores e incluso de sabores y sensaciones que confluyen en un lugar que queda para siempre indisolublemente unido al inicio de aquel proyecto y a los hombres y mujeres que lo gestaron.

Las HOGUERAS, nuestras queridas HOGUERAS, no fueron ajenas a este principio y desde los inicios, allá por 1970, se identificaron y se ligaron, de forma indisoluble, con lugares entre cuyas paredes se fueron escribiendo, una a una, todas las páginas de su particular historia.

El hecho de no poseer unas instalaciones donde poder conducir nuestra reuniones, si hacemos excepción de aquellos meses en los que sentamos nuestros reales en los locales parroquiales de la calle de Calvo Sotelo en su esquina con Fernando Macias, una de nuestra señas más características de estos primeros tiempos fue un constante nomadeo que nos llevó de un local a otro, generalmente cafeterías y bares, tratando de buscar el más idóneo para nuestros fines.

Si hacemos un recorrido por los muchos establecimientos que acogieron aquellas reuniones primigenias forzosamente tendremos que comenzar, como línea de salida, por aquella pequeña e incómoda cafetería a la que daba nombre el edificio donde estaba ubicada: “Torre Coruña”.

Un pomposo nombre para designar el edificio que durante algunos años fue todo un referente al hablar de los “rascacielos” de nuestra ciudad y de su concepción más aberrante de entender el urbanismo. Aquella solitaria torre que abría el camino hacia los “puentes”, nuestro particular refugio de fantasmas, y hacia nuestro viejo campamento de añoradas peripecias infantiles, alojaba en sus bajos una pequeña cafetería, regentada por un matrimonio, Pepe y Carmen, a donde solíamos concurrir, solos o en compañía de nuestras damas de capa azul y cuello duro blanco – aunque ya vestían de «bichitos verdes» por aquellas calendas -, al concluir la jornada escolar.

Fue allí, entre sus paredes, sentados alrededor de alguna de sus mesas, degustando las pequeñas empanadillas que preparaba Carmen, donde se fraguó aquella Hoguera de 1970 y con ella la elección de la I Meiga Mayor, en las jornadas previas a la gran noche del 23 de junio. Día tras día debatimos sobre como lograr la necesaria financiación para sacar adelante el proyecto; sobre la identidad de la chiquilla a la que íbamos a convertir en pionera de una larga lista de Meigas Mayores y sobre el sentido que queríamos dar a la fiesta para que pudiese tener continuidad a lo largo de los años, convirtiéndola en única e irrepetible.

Ya antes de iniciar esta, llamémosle, segunda andadura de nuestras HOGUERAS, cuando la cita del alto junio no era otra cosa que el vivo deseo de un grupo de chiquillos por mantener pujante la tradición, otros establecimientos coruñeses se convirtieron en eventual ágora donde poner en común propuestas para hacer más atractiva nuestra cita anual con el rito pirománico. En este sentido me viene a la cabeza aquella Cafetería “Guaraní”, hoy también desaparecida, situada en la Avenida de Buenos Aires – quien nos iba a decir que con el tiempo, cada noche de San Juan, concurriríamos a sus proximidades a ver quemar la gran pira -, que nos acogía amable cada atardecer al salir de clase y allí, con un quinto de cerveza y la consabida tapa de patatas de chip, nos ejercitábamos en el afán de ser hombres o al menos eso era lo que deseábamos hacerle creer a la chiquilla de nuestros sueños que nos acompañaba tarde tras tarde, mirándonos ensimismada mientras en baja voz le relatábamos nuestros sueños y quiméricos proyectos.

Pero volvamos al “Torre Coruña” pues todavía no es tiempo de abandonarla. Allí también fue donde se fraguó el proyecto que al final vería la luz bajo el nombre de Club Juvenil Meiga Mayor, de efímera existencia, pero que sirvió para sentar las bases de lo que sería la Comisión Promotora de las Hogueras de San Juan. Corría un caluroso mes de julio de 1970.

Ignoro porque abandonamos “Torre Coruña” para trasladarnos a otro local a la postre muy vinculado a nuestra tradición hogueril; tal vez fuese la manifiesta incomodidad de aquella pequeña cafetería o el hecho de que la Comisión se viese ampliada en sus efectivos, forzando que en otoño de aquel 1970 nuestras reuniones directivas sentaran sus reales en “El Pincho”, otro establecimiento ya desaparecido que abría sus puertas en el nº 12 de Fernando Macías. Allí bajo la atenta e inquisidora mirada de Antonio – un madridista compulsivo -, de Manolo y de su mujer Angelita, se tejieron muchos de los proyectos de los tiempos iniciales de nuestra larga andadura sanjuanera. Fuente inagotable de anécdotas, «El Pincho» y sus propietarios, nos aguantaron, estoicamente, durante muchas tardes en las que una Junta Directiva pletórica de integrantes fue fraguando las bases de nuestra Noite da Queima.

Tras “El Pincho”, y sin seguir un orden cronológico estricto, otros establecimientos como “El Taboo”, en Alfredo Vicenti, siempre bien atendido por un solícito Pepe; la planta superior del Manhattan de Rubine o el de la Plaza de Pontevedra sirvieron de eventual punto de encuentro y reunión como también lo fueron las dependencias del Hotel Riazor, dirigido por nuestro buen amigo ya desaparecido Tomás Tarilonte, donde tantas tardes de sábado pergeñamos proyectos de programa alrededor de una mesa llena de cafés, mirándonos a la cara los más de veinte miembros de aquella Junta Directiva. Fue precisamente allí, en el Hotel Riazor, donde en 1974 se celebró, con toda pompa y con la asistencia de las primeras Autoridades de la ciudad, la I Festa da Danza das Meigas, todo un hito que sirvió para dar el definitivo espaldarazo a nuestro proyecto hogueril.

Por aquellos primeros años dispusimos, aunque por poco tiempo, de dos pisos donde celebrar nuestras reuniones y ubicar, si así puede llamarse, nuestra sede social. Primero, en 1973, fue la casa de mi Abuela, tan ligada al inicio de las HOGUERAS, en la calle de Rubine, a donde acudíamos unos y otras para charlar alrededor de la majestuosa mesa de comedor soñando con mágicas noches de San Juan llenas de color y de lumbre purificadora. Tras este enclave vino el piso de Amparo Marsal, madre de la I Meiga Mayor Infantil, en la Plaza de Portugal, frente al lugar donde cada 23 de junio plantábamos nuestra hoguera. Allí consumimos las tardes de un largo verano preparando un cúmulo de actividades algunas de las cuales jamás se hicieron realidad no pasando de meros proyectos contenidos en papel.

También, en algún momento de aquellos años de inicios de los 70, el Hotel Atlántico, sede de muchos de los desfiles de modelos organizados por la Comisión, o el Playa Club, que tantas y tantas Fiestas del Aquelarre, del Solsticio y de la Danza das Meigas acogió entre sus paredes, fueron lugar de reunión de la Comisión.

Hacia el otoño de 1974, o tal vez un poco antes, la Madre María del Coro Urrutia, Directora del Colegio de la Compañía de María, de tantas evocaciones idílicas para todos nosotros, tuvo la amabilidad de cedernos un aula escolar para celebrar nuestras reuniones sabatinas. Fue allí donde se dio el definitivo paso para abandonar la hoguera tradicional de maderas amontonadas, sustituyéndola por otra alegórica como se quema en la actualidad, aunque tras la decisión, adoptada por mayoría, el pretendido cambio tuvo que aguardar mejores momentos de bonanza económica.

Es posible, pese a todo, que los dos locales más vinculados a nuestra Comisión a lo largo de su ya dilatada historia fuesen la cafetería «Hilton», en Fernando Macias, y el bar “Escorial” en Rey Abdullah; uno y otro acogieron durante muchos años las reuniones e incluso las cenas que organizábamos aquel grupo de amigos que formábamos la Junta Directiva de la Comisión.

El “Hilton”, con Felipe Justa a la cabeza y con Juan y Máximo como auténticos motores del negocio, fue uno de esos establecimientos que siempre se identificó con nosotros. Tal vez por ser, junto con “El Pincho”, los dos únicos locales del ramo de hostelería que abrían sus puertas en nuestra calle de Fernando Macías, cuna indudable de las HOGUERAS, o por tratarse de un lugar acogedor y moderno y que siempre nos recibió con cariño, incluso con admiración. Allí, sentados en sus sofás, celebramos nocturnas reuniones donde a punto estuvimos, más de una vez, de arrojar la toalla ante las serias dificultades económicas por las que tantas y tantas veces atravesamos. Al final, al haber aprendido a ser inasequibles al desaliento, supimos vencer o al menos paliar las dificultades surgidas y seguir adelante en nuestro camino hacia una nueva noche de San Juan.

En cuanto a “El Escorial”, atendido por Armando y por su mujer, una extraordinaria cocinera, es otro de esos enclaves que recordamos con morriña por haber celebrado tanto largas y fructíferas reuniones como excelentes degustaciones de la gastronomía de la tierra en interminables noches alrededor de un sabroso cocido o de una espectacular laconada, mientras cantábamos aquella extraña canción que, a modo de ensalmo protector de malos augurios, habla de un extraño moucho que permanece alerta en lo alto de un no menos misterioso e inquietante penedo.

Renuncio a relatar, para evitar que este trabajo se convierta en interminable, las múltiples anécdotas vividas en aquellas reuniones y en aquellos locales donde se fraguaron tantas noches de San Juan y donde transcurrieron los mejores años de nuestra juventud al lado de aquellas maravillosas chiquillas capaces de privarnos de otros sueños que no fueran los que las tenían a ellas como principales protagonistas. Si he de señalar, siquiera por encima, que el anecdotario es riquísimo y, desde luego, digno de ser relatado en toda su extensión pues forma parte de la historia de nuestras HOGUERAS.

Al final vinieron tiempos mejores y la Comisión comenzó a gestionar otras ubicaciones no solo para celebrar las reuniones de trabajo de la Directiva sino también para conservar sus archivos y sus propiedades, sin embargo esa es ya otra historia que se escapa de la razón de ser de este trabajo.

Y así, entre quintos de cerveza y las consabidas tapas de patatas chip, tras estrujarnos mucho los bolsillos para satisfacer su importe, fueron transcurriendo aquellos años iniciales de nuestra andadura; años inolvidables en los que la imaginación, el tesón y el esfuerzo altruista se convirtieron en el denominador común que permitió que las HOGUERAS se proyectasen a lo largo del tiempo alcanzado los niveles logrados en la actualidad pese a quien le pese.

José Eugenio Fernández Barallobre.