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LOS FUNDADORES

Hace algún tiempo, mi buen amigo y compañero en lides hogueriles Carlos Vallo, me hizo llegar una vieja fotografía extraída de su particular caja de recuerdos entrañables.

La foto, en blanco y negro por supuesto, obtenida una mañana de domingo, probablemente de finales de otoño o principios de invierno a tenor de la ropa que visten los otros personajes que aparecen en el fondo de la foto y del aspecto de los árboles, todavía sin podar, que se alzan también como fondo. En cuanto al año, sin querer aventurarme demasiado, yo diría que hacia 1962.

La instantánea, obra sin duda alguna del extinto Carlos Vallo Taibo, padre de mi amigo Carlos, tiene como escenario la acera ancha de Fernando Macías, frente al portal del inmueble número 15 de dicha calle, y como fondo la plaza del Maestro Mateo, conocida por todos nosotros como la “plazoleta”, lugar habitual de juegos de los niños de aquella zona.

La foto recoge, curiosamente, a la mayoría de los que aquel mismo año – si damos por buena como fecha la de 1962 – celebramos la que sería, a la postre, la primera Noite da Queima al quemar por vez primera, en la noche de San Juan, una hoguera organizada por la chiquillería de la calle de Fernando Macías y alrededores.

En la foto aparecen, de izquierda a derecha y de pie, Ovidio García; Luis Moreno; quien esto escribe; José Mª Barcala y Julián Fernández y abajo, agachado, Carlitos Vallo. En la fotografía, la mayoría aparecemos vestidos con la elástica del R.C. Deportivo, el equipo de nuestros amores, salvo Ovidio y Julián, vestidos con jersey por actuar como porteros, y Carlos Vallo – culé por aquellas fechas hasta salva sea la parte – y que por llevar la contraria viste la camiseta del F.C. Barcelona.

Es de suponer, dada la hora, que nos estábamos preparando para acudir a la parte ancha de Paseo de Ronda o a los campos de los Puentes con el fin de disputar uno de nuestros interminables partidos de fútbol que comenzando por la mañana, en tiempo de vacaciones o festivo, concluía casi con el anochecer tras los parones exigidos para ir a comer a casa o, caso de tratarse de un domingo, asistir a la misa de doce y media en el Hogar de Santa Margarita para encontrarnos con las chiquillas de la capa azul y cuello duro blanco que, por aquellas calendas, habían robado nuestros corazones infantiles.

Se trata, pues, de la foto – tal vez la única – en la que posa la mayor parte de los que aquel lejano 1962 iniciamos en Fernando Macías la hermosa tradición de la noche de San Juan y sus hogueras y que, con el paso de los años, se convertiría en la popular y jubilosa Noite da Queima.

Sin duda faltan algunos de aquellos que trabajaron en los primeros momentos. Repasando en mi memoria recuerdo a los hermanos Manolín y Luisín que, por estas fechas, abandonaron La Coruña para trasladarse a San Sebastián de donde no regresaron jamás y a Pepe Tomé, dueño del kiosco de prensa que se alzaba en la esquina de nuestra calle con la Avda. de Finisterre, frente a la tristemente desaparecida Plaza de Toros. Sin embargo, creo que puedo asegurar de forma categórica que los que aparecemos en la fotografía que ilustra el presente trabajo somos los fundadores de la Noite da Queima coruñesa.

¿Qué cual fue el motivo que nos indujo a quemar nuestra primera hoguera? Aquí si que, sin voluntad de vanagloria personal, pues soy de los que piensan que los objetivos se logran merced al concurso de todos los que, de una u otra forma, trabajan en el proyecto, debo decir que una buena parte de la culpa de que la noche del 23 de junio de 1962 se quemase nuestra primera hoguera la tuve yo.

La historia es bastante sencilla y no me sustraigo a narrarla. En el año 1961 se había quemado la última hoguera que, cada noche de San Juan, ardía en la explanada existente delante de la Casa de Baños de los Dorrego, al final de la Avenida de Rubine, y que se abría al andén de Riazor; en aquella hoguera, organizada por los chiquillos de la citada zona, recibí mi bautismo en el rito de la piromanía sanjuanera dada mi vinculación con la mencionada Avda. de Rubine por ser en ella donde residía mi abuela materna y donde había nacido mi madre.

Esta vinculación familiar me hacía pasar una buena parte del tiempo jugando con los niños de aquella calle, entre los que se encontraba alguno de mis compañeros de estudios en el Colegio de los Dominicos; por todo ello, cada vez que llegaba la mágica noche de San Juan, acudía de la mano de mis padres y acompañado de mi hermano Calín, un niño muy pequeño todavía, a presenciar lleno de regocijo e ilusión desbordante la quema de la hoguera de San Juan de Rubine que, al decir de algunos – sin duda de manera muy exagerada -, era la mejor del contorno.

Con el derribo de la Casa de Baños y la ulterior construcción de la antiestética mole que cierra la Avda. de Rubine por sus números pares, dejó de quemarse aquella simpática hoguera por la falta material de sitio para ubicarla, así que de la noche a la mañana me quedé sin lugar donde celebrar, en comunión de deseos, la noche de los grandes aconteceres.

Como quiera que la Casa de Baños debió demolerse al final del verano, tuve tiempo más que suficiente para articular la mejor estrategia dentro de una cruzada personal que inicié para tener con quien celebrar la siguiente noche de San Juan.

Lógicamente volví la vista hacia la pandilla de chiquillos de mi calle, Fernando Macías, con los que habitualmente jugaba interminables partidos de fútbol y con los que también compartía mañanas y tardes estivales de playa bañándonos en las aguas riazoreñas y que, por aquel entonces, no celebraba con hogueras la noche del alto junio.

Tras los primeros sondeos detecté una postura absolutamente contraria a embarcarse en la aventura de hacer hogueras la noche de San Juan. Es cierto que a tal postura contribuía el hecho de que nuestra calle no poseía un lugar idóneo para tal celebración a lo que hay que añadir que en las proximidades de Fernando Macías ardían suficientes hogueras como para satisfacer los deseos de cualquiera de celebrar ritos ígneos en la noche solsticial; hogueras tan señeras, entre otras, como la de la calle C (hoy Pérez Cepeda) en su cruce con Rey Abdullah o la que sin duda sobresalía entre todas las de La Coruña que se quemaba delante del Colegio de la Compañía de María, organizada por la chiquillería de la Plaza de Portugal con el patrocinio del constructor Manolo Longueira.

Pese al rechazo inicial proseguí con mi campaña de acoso y derribo hasta llegar a una tarde de principios de junio de aquel inolvidable 1962 en que decidí hacer la última tentativa.

Aquel año había aprobado el ingreso en el Bachillerato al igual que muchos de los compañeros de mi pandilla. Este aprobado trajo aparejado algún premio que, traducido en asignación económica, sirvió como felicitación familiar por el éxito logrado. En este sentido destacan las 25 pesetas (cinco duros de la época) que me dio mi abuela materna, además de las 50 (diez duros) que me dio mi padre y de las que hablaremos un poco más adelante también por su vinculación sanjuanera.

Pues bien, aquella tarde de junio, en que había quedado citado con mis amigos de Fernando Macías en nuestro rincón particular de la playa de Riazor, acudí previamente a casa de mi abuela con el fin de hacer efectivo el premio logrado por mi feliz aprobado.

Con los cinco duros en el bolsillo corrí a la playa. Allí, en nuestro rincón, estaban todos los de la foto. Volví a insistirles en la necesidad de quemar una hoguera a la siguiente noche de San Juan que ya se advertía inminente en el calendario. La respuesta fue la misma, un rotundo no provocado más por la desidia que por otra cosa.

Ignoro el motivo, pero, tal vez en un momento de suma lucidez, se me ocurrió invertir las 25 pesetas, regalo de mi abuela, en “granjearme” el voto favorable de mis amigos a mi propuesta hogueril. Así fue. Hecha la oferta de invitar a un “polo” a todo aquel que “voluntariamente” se adhiriese y secundase la idea, todos por aclamación se sumaron de buen grado al proyecto comenzando, desde aquel mismo instante, a planificar la que sería nuestra primera Noite da Queima.

Visto con la perspectiva que ofrece el tiempo transcurrido, sin duda aquella decisión sirvió para compactar el grupo, afirmando su identidad, aglutinándolo alrededor de un objetivo común capaz de superar intereses individuales. Bien se puede decir que, desde aquel día, para la mayoría de nosotros la celebración de la noche de San Juan se convirtió en uno de nuestros grandes objetivos acariciados a lo largo del año.

Lo demás vino por añadidura. Tras elegir cuidadosamente el lugar de ubicación de nuestra hoguera que no fue otro que la explanada ancha de Paseo de Ronda, delante de la Central Telefónica de Riazor, compartiendo espacio con otra hoguera de muy pocas pretensiones que quemaban los chiquillos de aquella calle en unión de los que residían en el nº 35 de Fernando Macías, nos dispusimos a organizar las sacas para reunir la mayor cantidad de madera y trastos viejos posibles en los pocos días que quedaban para la noche de San Juan.

Uno de los primeros escollos que encontramos fue el localizar un lugar seguro donde guardar la madera conseguida. Para tal fin, de nuevo recurrí a mi abuela quien gustosa me cedió una vieja carbonera en la buhardilla de su casa donde pudimos ir amontonando todo el fruto de nuestra rapiña.

Los días pasaron veloces y casi sin querer nos encaramos con la víspera del 23 de junio. Casi todo estaba terminado, sin embargo era necesario encontrar algo que, a modo de seña de identidad, nos distinguiese de los demás grupos de chiquillos que quemaban hogueras. Por supuesto era impensable llegar a las cotas alcanzadas por la gente de la calle C, con sus magníficos peleles de grandes dimensiones, y mucho menos a la grandiosa hoguera que ardía frente al Colegio de la Compañía de María en la que la imaginación alcanzaba cotas insospechadas. Tras darle muchas vueltas, teniendo en cuenta de un lado nuestra edad – ninguno superábamos los diez años – y de otra la falta material de tiempo, llegamos a la conclusión que elevar un globo de papel, convirtiendo tal elevación en algo tradicional, podría representar, por lo que poseía de novedoso, una seña de identidad de nuestra hoguera y por ende de todo el grupo.

A falta de otras posibilidades le pedí a mi padre las cincuenta pesetas, premio por mi aprobado de ingreso, y con ellas me fui al Arca de Noe, acompañado de Ovidio García – otro de los fundadores que también había aprobado el ingreso y obtenido una recompensa paterna -, a comprar tres globos de papel por un importe total de sesenta y cinco pesetas destinados a ser elevados al cielo al día siguiente, con motivo de la celebración de la Noche de San Juan.

Imagino que dormimos muy mal aquella noche si es que llegamos a dormir algo. A primeras horas, entre la algarabía de la chiquillería quemando petardos, nos levantamos y tras reunirnos comenzamos el lento trasiego de madera y trastos viejos desde la buhardilla de casa de mi abuela al lugar de emplazamiento de nuestra primera hoguera.

Los trabajos de montaje los dirigió José Mª Barcala y poco después de media tarde la hoguera quedó instalada. Fue en ese instante cuando nos dimos cuenta de la pobre imagen que presentaba al no tener pelele u otro aditamento con que rematarla. El propio Barcala se ofreció a traer de su casa un pequeño cañón naval de juguete al que se la había roto la cureña y no servía ya para jugar. Colocado el cañón, sujeto al palo central de la hoguera, seguimos advirtiendo que aquello estaba incompleto, así que a alguien se le ocurrió rematar la pira con la cruceta de una silla de mimbre colocada en el montón. Así se hizo y la imagen final parecía querer significar que el cañón defendía a la cruz, algo que todos vimos con agrado.

Llegó la noche y a la hora prevista, acompañados de nuestros padres y hermanos, elevamos los tres globos al cielo tras lo cual quemamos nuestra hoguera en la que sería nuestra primera Noite da Queima. Al final, felicitándonos por el éxito alcanzado, volvimos para casa soñando ya con nuevas noches de San Juan que se nos antojaban próximas.

Al día siguiente nos dimos cita ante los humeantes restos de nuestra hoguera atraídos por la magia de la nostalgia y allí estaba, entre las cenizas, la cruz de mimbre que jamás ardió. Nos miramos y sin saber muy bien que decir volvimos a nuestros juegos veraniegos a la espera de que un nuevo San Juan surgiese en nuestra vida, como así ha venido sucediendo año tras año, a lo largo de los más de cincuenta que han transcurrido desde aquella inolvidable noche de San Juan de 1962.

La noche de San Juan quedó atrás dando paso a un largo y cálido verano de playa, excursiones al «Monte Blanco», partidos de fútbol y nocturnas reuniones, soñando con ser hombres, en nuestro campamento camino del viejo refugio de fantasmas. En octubre, tras la Patrona, comenzaron las clases de primero de Bachiller que ya se nos antojaba como el inicio de mayores responsabilidades y ahí, un domingo de aquel otoño de 1962, los fundadores, posamos poco antes de marchar a jugar uno de nuestros interminables encuentros futboleros y lo hicimos, probablemente, con la mente puesta en la siguiente noche de San Juan.

José Eugenio Fernández Barallobre.

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