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RECUERDOS DE LEJANAS NOCHES DE HOGUERAS

Hoy. como si fuese una noche de junio, una noche de vísperas de San Juan, de vísperas de hogueras, quise volver a recrear mi paseo por aquellos lugares, algunos ya muy lejanos incluso en tiempo, que vieron nacer los orígenes de lo que, con el paso inexorable de los años, se ha convertido en la más hermosa de las tradiciones de la ciudad. Volver a aquellos espacios íntimos y personales en los que bien se puede decir, parafraseando a otros, que empezó todo.

Los paseé uno a uno, evocando muchos de aquellos instantes inolvidables que forjaron mi particular espíritu sanjuanero. Me detuve, por un tiempo imposible de medir, ante cada uno de ellos tratando de recuperar, por la magia de la imaginación, algunos de aquellos recuerdos que hoy ya forman parte de la historia, al menos de la mía.

¿Cómo olvidar las íntimas y evocadoras hogueras del viejo andén de la playa a las puertas de la olvidada Casa de Baños? Las primeras Noches de San Juan las viví intensamente en aquel rincón coruñés, mirando a la cara al mar de Riazor y sintiéndome observado y también arropado por el ojo del gran cíclope de piedra. Fueron noches de la mano de mis padres, saboreando uno a uno todos los peculiares aromas de mis primeros nocturnos callejeros; noches de grandes ruedas alrededor del fuego entonando las viejas canciones heredadas de la tradición legada por los mayores; noches de mal disimulado nerviosismo, de ánsias de grandes epopeyas, de sueños irrealizables justo cuando el verano llamaba a la puerta.

Luego, por los imperativos de la evolución urbanística, aquella hoguera dejó de quemarse y unos y otros nos desperdigamos buscando otro rincón donde rendir tributo al fuego purificador en la noche más mágica del año.

Surgió de repente, como de la nada, aquella esquina sabedora de mil secretos inconfesables donde quemamos, en el instante de comenzar a terminar nuestra niñez, la primera de las hogueras de nuestra particular historia. El curso había concluído con pleno éxito – quizás aquel fuese el único que concluyó así – y que mejor forma de emplear el premio en metálico, obtenido por tan magna hazaña, que comprando dos globos de papel con los que realzar nuestro despertar en el arte de organizar noches de San Juan.

Un viejo cañón y una cruz de mimbre – que al final el fuego o quien sabe qué, no quiso consumir – fueron los remates de aquella primigenia hoguera sanjuanera. Luego, otra vez la gran rueda alrededor de aquella cálida y prometedora pira quemada en holocausto al solsticio veraniego. Al final, con la tristeza de algo que se va pero con la satisfacción del deber cumplido, regresamos a nuestras casas convencidos de que aquella noche había nacido algo grande con proyección en el futuro.

Es curioso pero guardo perfectamente almacenada en mi personal baúl de recuerdos la sensación de aquel retornar a casa al finalizar nuestra primera gran noche de Hogueras. Quizás allí, en aquel instante de reflexión intimista en mi nostálgico silencio, me di cuenta que aquello no iba a concluir aquella noche, al revés, que aquella mágica primera noche iba a servir como pórtico de otras muchas plenas de ilusión y de sueños.

Y así, tras aquel cañón de juguete y aquella cruz de mimbre que no supo, no pudo o no quiso arder, vinieron otras hogueras y otras inolvidables noches de San Juan vividas con intensidad hombro con hombro con mis amigos de siempre.

El paso de los años, la incipiente organización creada en torno a nuestra hoguera o quien sabe qué, nos hizo meditar sobre la conveniencia de trasladar nuestra pira sanjuanera a un espacio más acorde con las pretensiones de gloria y de grandeza que anhelábamos y por ello decidimos buscar otro enclave menos recatado que hallamos a escasos metros de la vieja esquina conocedora de todos nuestros secretos y donde el fuego dejó para siempre su indeleble huella.

Aquella figura de “el Santo”, personaje televisivo de moda en aquellos años, sirvió como remate de la primera hoguera de nuestra segunda época – la tercera para mí si se me permite -. A su alrededor toda una explosión jubilosa de tracas y ruedas de fuego que acompañaron, como no, la lenta y majestuosa ascensión de nuestro ya tradicional globo de papel para festejar el despertar de una nueva etapa hogueril.

Fueron años en los que comenzamos timidamente a mirar, casi de reojo, al imponente castillo de cuento de hadas que se alzaba desafiante ante nuestros ingenuos ojos de niños con incipientes pelos en las piernas. Algo nos hacía sospechar que el tiempo de las damas de la capa azul y del cuello duro blanco estaba al punto de doblar la vieja esquina de nuestros secretos, llenando todas nuestras vivencias y convirtiéndose en personajes permanentemente protagonistas de nuestra trama personal.

Tiempo de canicas, de chapas, de bujainas, de fútbol, de guerras callejeras… Todo estaba cronologicamente ordenado en nuestro particular mundo de andanzas y correrías en el despertar de la primera juventud. El año se dividia – mejor lo dividíamos – en estos periódos marcados por nuestros juegos más o menos belicosos y por supuesto, en él, el tiempo de las hogueras destacaba, con impetuosa fuerza, sobre todos los demás.

Los primeros pelillos en las piernas dieron paso al pantalón largo y con él, el tiempo de las damas embozadas en capas azules, se abrió camino de forma resuelta y definitiva. Quizás por ello se hizo necesaria su inmediata incorporación a la trama sanjuanera ya que a nuestras vidas se habían incorporado por la magia de las románticas declaraciones de amor, en el inicio de un incipiente idilio juvenil, ante la escrutante mirada de Venus.

Su presencia impulsó nuevos aires cargados de frescura y ansias de éxito. Aquello provocó que se iniciase la tercera época de nuestras hogueras – la cuarta en mi caso si se me vuelve a permitir –. Y fue precisamente al pie del viejo castillo de cuento infantil donde se quemó la primera gran hoguera de esa nueva etapa como queriendo, con sus llamas crepitantes, iluminar aquel viejo caserón sin duda con la pretensión de poder descubrir, con nuestros ojos, los que se nos antojaban grandes secretros ocultos tras sus imponentes paredes.

Muchas veces me pregunté si esta fue la auténtica razón de tanto acercarnos a aquel enorme caserón y tal vez la respuesta no esté ahí, sino precisamente en ese afán de hacer historia, en ese deseo de impresionar a unos y otros y muy especialmente a ellas que ya por aquel entonces eran las más directas responsables de nuestras largas noches de vela y desasosiego.

El caso es que, una tras otra, las sucesivas hogueras que tantos instantes de satisfacción nos produjeron, se fueron quemando ante la mirada atenta de miles y miles de coruñeses que cada noche de San Juan se daban cita al pie de la gran lumerada para cumplir el anual rito de su encuentro con el fuego purificador.

Quizás aquí la heredada tradición del corro que, a modo de danza prima, entrelazaba nuestras manos alrededor de la hoguera comenzó a quedar desdibujada por exigencias de respeto a la gran pira. Quizás este maravilloso reencontrarse con unos y otros, con el fuego reflejado en nuestros rostros, comenzó a convertirse en historia vivida al calor de aquellas imponentes hogueras que sentaron las bases de la actual gran noche de San Juan.

Fueron años de nocturnas cabalgatas sobre carros del país tirados por parejas de rubios bueyes; de verbenas sanjuaneras con el aroma del salitre empapando los rostros; de cascadas luminosas de fuegos artificiales reflejados sobre las tranquilas aguas atlánticas; de amaneceres veraniegos frente al arenal riazoreño; de serenas declaraciones de amor con el trasfondo del olor a madera quemada; de bellos rostros de hermosas chiquillas adornados con la mueca de la ilusión. Noches inolvidables que han quedado grabadas para siempre en nuestros recuerdos.

¡Cuantos nombres de amigos; de lugares entrañables; de situaciones vividas; de proyectos que jamás vieron la luz tejidos, con paciencia, a lo largo del año sobre mesas de viejos cafés de perdidas y calladas calles!

Como olvidar aquel “campamento”, punto de obligada referencia de la historia particular de nuestra pandilla, al pie de los vanos petreos del refugio de los fantasmas. Cada tarde, con las primeras sombras del nocturno, peregrinábamos a aquel lugar de místico recogimiento para charlar alrededor de una pequeña hoguera de fortuna – otra vez el fuego comunal – de todo lo humano y lo divino y como no de los proyectos de la próxima noche de San Juan.

Fue el instante en el que decidimos que nuestro tiempo, nuestro particular calendario anual, se dividiese tan solo en tres estaciones: la de antes de hogueras, la de hogueras y la de después de hogueras. Una concepción cronológica que todavía pervive en nuestros días y por la que aun nos regimos aquellos que hacemos posible la noche de San Juan coruñesa.

Fueron muchas cosas las que tuvieron su origen en aquellos primeros años de nuestra tercera época hogueril – la cuarta de las mías si de nuevo se me permite la licencia -; denominaciones; proyectos hechos realidad; sueños que quedaron en el tintero; tantas y tantas cosas algunas de las cuales todavía subsisten y forman parte intrínseca del entramado festivo sanjuanero.

Los años fueron corriendo lentos o rápidos según se mire, lo cierto es que con ellos la tradición de la noche de hogueras se fue consolidando en la ciudad y lo que, a mediados de los años 60 – la década prodigiosa -, parecía el epílogo de una vieja tradición heredada de nuestros mayores se convirtió en el despertar de la más arraigada y entrañable de todas las tradiciones festivas coruñesas.

Hoy, en la cuarta época de nuestra particular historia – la quinta mía si de nuevo se me permite -, con la hoguera dando cara al mar de Riazor, como aquella primera que ardía ante la vieja Casa de Baños, observada y arropada por el luminoso ojo del gran cíclope, la tradición ha sido recuperada y así miles y miles de personas abarrotan, cada 23 de junio – que mágicos ecos produce simplemente la ennumeración de esta fecha –, ese maravilloso balcón atlántico que forma nuestro Paseo Marítimo a su paso por la ensenada del mar del Orzán.

La noche de San Juan volverá. Como cada año, esa noche cálida de junio, noche de víspera de hogueras, noche de mágico encanto a la ilusión amplia puerta, regresará para hacernos soñar con Meigas y encantamientos. Otra vez la gran noche sanjuanera doblará la esquina, aquella que tanto sabe de nuestros secretos y de nuevo sentiremos como los nervios de última hora nos atenazan; poco a poco todo se irá ultimando para esa gran cita en la que La Coruña entera entona, en alta voz, una mágica sinfonía en fuego mayor, asomándose a sus playas.

La noche de San Juan volverá y por mucho que se esfuerce ese puñado de indeseables no podrán sustraernos los sueños y mucho menos nuestros recuerdos.

José Eugenio Fernández Barallobre